Mujeres de negro by Josefina Aldecoa

Mujeres de negro by Josefina Aldecoa

autor:Josefina Aldecoa [Aldecoa, Josefina]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1994-01-01T05:00:00+00:00


III

El regreso

«Así que mexicana», preguntó un chico bajito, de cara ratonil, que se mostraba especialmente ruidoso.

«Mexicana no, española», aclaró Luis. «Española trasplantada accidentalmente a México, pero española».

«Ya… Oye, ¿y allí todo es como en las películas del Indio Fernández?».

Sonreí y le contesté: «Más o menos».

Por la calle Mayor, a la izquierda bajando hacia Arenal, estaba nuestra taberna. La llamé «nuestra» desde ese primer día en que Luis me llevó a ella y me presentó a sus amigos, que me hicieron un sitio en el banco de madera pegado a la pared. Todos eran estudiantes, la mayoría de Derecho. Hablaban mucho. Se quitaban unos a otros la palabra y, mientras, me miraban con curiosidad. Luis se había sentado frente a mí y me sonreía como diciendo: «No te asustes que son inofensivos». Me asombraba la energía de sus discusiones, su capacidad para elevar el tono de voz y agitar al mismo tiempo los brazos y dar en la mesa golpes que desencadenaban breves olas en el vino de los vasos.

Enseguida continuaron debatiendo la cuestión que les ocupaba a nuestra llegada: Qué periódico de la mañana era el mejor o el menos malo: ABC, Ya o Arriba.

«Depende», dijo uno. «Depende de lo que busques en él…».

«Buscar… Te puedes imaginar. Sólo busco lo que hay, porque lo que no hay me lo evito…», contestó misterioso el otro.

Sólo había una chica, Teresa, que estudiaba Arte Dramático. Intervenía en la discusión, que me pareció agotadora, pero nadie le hacía mucho caso.

Cuando salimos a la calle, Luis trató de darme explicaciones.

«Nos hemos acostumbrado a hablar de cosas aparentemente sin importancia, en público quiero decir, y les damos mil vueltas, pero debajo late la preocupación por una situación asfixiante… La charla se convierte en un arte de disimulo y en un análisis barroco de cualquier tema. En la discusión de hoy, por ejemplo, te asombrarías las deducciones que podemos sacar sobre lo que cada periódico dice u oculta entre líneas. Un filón de matices…».

Cuando llegué a Madrid me instalé en la pensión de la plaza de las Cortes que un amigo de Octavio había encontrado para mí. —«Es una pensión estupenda, no de estudiantes sino de gente seria»—. Cuando él mismo arregló mis papeles académicos con una facilidad asombrosa que ya me había anunciado Octavio, empecé a pensar en la carta de Amelia. La había llevado conmigo en la cartera desde que la recibí unas semanas antes de abandonar la hacienda. Antes de despedirme de mi madre, silenciosa y seria, de llorar con Merceditas y Remedios abrazadas a mí, de seguir a Octavio al coche y emprender, los dos solos, el viaje a Veracruz. La carta había sido mi talismán, la garantía de que en Madrid habría alguien, un eslabón, un vínculo que me uniría a mi pasado. «Se llama Luis, es amigo de mi hermano. Se conocieron en Oviedo, pero luego él se fue a vivir con su familia a Madrid. Estudia, como Sebastián, tercero de Derecho. Es un chico estupendo. Ya lo verás…».

Me enviaba la



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